viernes, 20 de junio de 2014

Monstruos cotidianos: Vehículos con motor de combustión interna.

Hoy platicaba con mis alumnos de secundaria. Porque también tengo de esos. Y me contaban que están aprendiendo a manejar y ya van a poder sacar su permiso.

Me dieron muchas ganas de abrazarlos, sólo que no es muy bien visto abrazar a tus alumnos de 15 años sin razón aparente. O con ella. Lo mejor es alejarse.

Pero volviendo. Hay un error en el sistema. Suficiente tenemos con tener que pasar secundaria invictos como para después tener que aprender a manejar a la misma edad. Y es que el error es clarísimo, y aún así nadie lo ve. No puedes tolerar a tus papás porque ellos no saben y no entienden NADA, y además estas en un proceso fisiológico rarísimo que tus brazos y tus piernas crecen a distinto momento y como si fueras un bebé los tienes que descubrir de nuevo.

Me parece la peor combinación de factores para jugar a ese bonito juego de -Clutch, freno, acelera. ¡FRENA, FRENA, FRENA! Si no puedes frenar cuando te digo no te vuelvo a traer, a ver si convences a tu papá que te enseñe él.-

Aunque sorprendentemente hay gente que nace casi manejando, y con inteligencia espacial. Entienden la dinámica en tres explicaciones y les prestan el coche desde los 9 años. Si tienes la misma suerte que yo son tus hermanos menores.

Esto me consiguió un trato especial. Pero no bueno. Especial más bien del tipo –Por favor lleven a su hermanita grande y especial a la escuela es que no me quiero quedar sin coche hoy.

Lo que querían decir realmente era si me vuelvo a quedar sin coche tres meses por otro choque de alcance la mato

Porque además de no saber manejar yo insistía en ello.
Y choqué.
Chocaba.
Choco.
Es una de mis cosas. Una vez el ajustador me reconoció. True story.  He chocado en el empedrado, el peor de todos. Y contra mi casa. Por nombrar algunos.  

Pero afortunadamente tuve un abuelo que tenía la combinación perfecta entre paciencia y necedad que me enseñó a manejar.

Bueno, no se si fue eso o mi yo interno y más inteligente que mi yo puberto y superficial, decidió que era más fácil acabar ahorcada por todas las personas que alguna vez me quisieron.

Pero aprendí a manejar y es uno de mis principales logros. No muy bien, hay que decirlo. Podría decirse que incluso bastante mal. Pero manejo.

De hecho eso va a decir en mi epitafio. “Por lo menos aprendió a manejar”
A menos claro que me muera manejando. Entonces ya sería mucho. Porque aunque es obvio que hay que tener un poco de humor en la vida, también hay que tenerle más respeto a la muerte.









viernes, 13 de junio de 2014

Los monstruos cotidianos: La flauta Yamaha

No soy una persona musical. Eso no es novedad para nadie. Y pudo haber sido un evento traumante en algún punto de mi vida, pero un día aprendí a aceptarlo y ahora puedo vivir muy bien con eso. Como quien es alérgico a los cacahuates. Solo que yo no me hincho. Ni nada parecido.

Siempre pensé que el origen de mi disfunción social había sido mi infancia y aunque no estaba del todo errada siempre pensé que la culpa era más específicamente de mis papás que nunca me había puesto Queen, y Jethro Tull, y The Rolling Stones y todas esas cosas que se les ponen a los niños para que sepan apreciar la “Buena música” y en un futuro tengan la capacidad de distinguir a Fanny Lu de Santana. Yo no tuve eso. En mi casa cantábamos todos a coro los esclavos de Nabucco. Y Víctor Manuel cuando estábamos festivos.  Ya saben hoy puede ser un gran día...

Esa influencia musical definitivamente afectó muchas cosas de mi vida adulta. Pero no fue la causante de mi falta de apreciación por la música o los conciertos. Hoy entendí que le debo mi odio musical a algo mucho más tangible.

Las flautas de plástico Yamaha. Para todos aquellos que han crecido abajo de una piedra, las flautas de plástico Yamaha, son un instrumento beige de tres piezas que cuesta mucho dinero y tu mamá podría matarte si la perdías. Es, como todas las flautas del mundo, un instrumento de aire, que más bien es un recipiente de babas. Propias y ajenas porque todas las flautas son siempre idénticas. Y no hay tal cosa como poder distinguir la tuya de la de tu compañero.


La descripción del objeto no es tan relevante como el uso del mismo. Algún sabio de tiempo atrás decidió que una flauta de plástico Yamaha es el perfecto instrumento para introducir a los niños a la música. Es portátil, la venden en la papelería y puede fungir de espada en caso de que surgiera una guemás.

La flauta produce un sonido nefasto, porque es de plástico corriente. No entiendo por qué nadie se entera. Y la forma de hacer música es usar tus manos regordetas de niña de 8 años y poder tapar unos u otros hoyitos mientras soplas.

Estamos hablando que cuando empiezas con esto acabas de graduarte de amarrarte las agujetas tú sola o poder hacerte una cola de caballo. De modo que la coordinación ojo mano es muy muy escasa. Sumado a eso había que soplar al mismo tiempo.

La combinación de todos esos factores genera un ruido que nunca jamás ha sido continuo. Y que si escuchas bien se puede traducir a la canción de la alegría:

SI DO
RE RE
DO SI LA SOL SOL
LA SI SI
LA LA

Así nos enseñaban a tocar la flauta, memorizando silabas y pues obvio tocábamos en sílabas. Cada sílaba una respiración que llenaba de babas el cilindro aquel.

Lo peor de todo es que éramos 32 personas en el salón y todos pensamos que algún día podríamos dar un concierto de flauta e incluso grabar un disco. Y venderlo. Así que tocábamos en serio.

El infierno mismo.

La absoluta calidad del producto en cuestión. 
Al parecer todos mis compañeros, y sobre todo, todas las generaciones previas y siguientes superaron el trauma. La flauta los curó de espantos. Entendieron lo que era la mala música y pudieron alejarse de ella. A mí solo me mató las pocas neuronas musicales que había heredado de mi increíblemente estoica y pocosensible madre.

Había unas neon que te convertían en LO MÁS cool del salón.
Pero eran todavía más corrientes 
Hoy trabajo con niños y estoy rodeada de flautas de plástico Yamaha y ahora entiendo que la vida es una lucha constante con tus demonios, hasta que puedes llegar al punto de ignorarlos. Pero nunca quererlos.